Tocar fondo: la mentira de la validación y el desapego


 

Tocar fondo: la mentira de la validación y el desapego

Introducción

En 2014, el feminismo aún no había estallado en Argentina, pero ya circulaba un discurso que vendía la "libertad sexual" como una forma de empoderamiento. Se repetía que las mujeres podían y debían coger sin ataduras, sin expectativas, sin buscar conexión emocional. Pero esta narrativa encubría una asimetría: la supuesta independencia afectiva sólo beneficiaba a quienes ya tenían el control. Mientras tanto, la incertidumbre y la ansiedad se volvían parte del juego.

La ansiedad es considerada uno de los "males de época" y, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), los problemas de salud mental, como la depresión, afectan en mayor medida a las mujeres: un 70% frente a un 30% de los hombres. La psicóloga Pilar Pascual Pastor lo vincula con el maltrato estructural que impone roles de género desiguales y que impactan tanto en la salud física como emocional.

El siguiente relato es un caso entre miles. Un reflejo de cómo se internalizan estas dinámicas, cómo se perpetúan y por qué, muchas veces, hace falta tocar fondo para salir de ellas.

Relato Salvaje

Hace varios años, después de separarme por primera vez, me obsesioné con un chabón. Tenía 23 años y fue el primero en tratarme más o menos bien después de mucho tiempo. Apenas dos encuentros sirvieron para que quisiera volver a sentir eso.

La primera vez que fui a su casa, salimos de un bar borrachos. Cuando llegamos, me invadió la angustia y no pasó nada. Solo dormí profundamente con él al lado. La segunda vez, otra vez borrachos, cogimos. Lo único que recuerdo con claridad es que en algún momento me levanté para ir al baño y me caí.

Después de eso, nunca volvimos a vernos en esa situación. Nos cruzábamos siempre en el mismo antro: él con otras chicas, yo con otros chicos, y cuando no lograba conectar con alguien, sentía que estaba perdiendo el juego. Él aparecía fugazmente, me saludaba con la mano y desaparecía. Solo lo hacía para que supiera que estaba ahí, pero no conmigo.

No importaba lo forro que fuera; yo seguía aferrada a la idea de que él era "el tipo lindo y bueno" con el que había dormido esa primera vez. Lo idealicé tanto que no podía aceptar otra versión. Me obsesioné buscando en mí misma qué había hecho mal, qué error me había dejado afuera de su interés.

Le quemé la cabeza a mis amigues con mis teorías y mis idas y vueltas. Me tuvieron una paciencia infinita. Pero, después de derrapes, mensajes que jamás tendría que haber mandado y horas de mi vida desperdiciadas en pensar en él, toqué fondo.

La última vez que pasó

En esa época, salíamos todos los fines de semana, y, siendo sincera, también los días de semana. Habíamos adoptado una cervecería, Amsterdam. Una noche, nos juntamos ahí.

Después de varias pintas, lo vi. Él estaba ahí. Me saludó con la mano desde otra mesa. Mi compañera de Bellas Artes lo notó y me dijo:

—Está buenísimo, boluda, ¿quién es?

Le conté. Lo ubicó rápido y me tiró:

—¡Escribile!

Ese empujón fue todo lo que necesité para crearme otra expectativa. Ninguno de mis amigos de siempre me hubiera dicho algo así porque conocían el historial completo, pero me agarré fuerte de esa sugerencia.

—¿Qué le pongo?

—Ey, nos re cruzamos, tendríamos que juntarnos a tomar algo.

Lo mandé. Desde Facebook. Estúpido, porque hacía tiempo lo había eliminado como amigo.

La noche terminó conmigo vomitando en el baño del bar, mientras los mozos avisaban que nos teníamos que ir porque ya cerraba. Yo no podía moverme. Cuando salimos, mis amigos me acompañaron hasta la casa de Elu. A la mañana siguiente, mientras tratábamos de reconstruir la noche, me acordé.

—Anoche mandé un mensaje.

Busqué. Lo leí.

Después fui al baño y seguí vomitando hasta la bilis.

La trampa del fondo

¿Por qué algunas personas necesitan llegar al extremo del malestar para reaccionar? La cultura romántica tradicional insiste en la idea de que el sufrimiento valida el amor. Crecimos consumiendo historias donde la espera, la angustia y la paciencia eran pruebas de compromiso. Romper con esa lógica no es fácil porque implica desafiar lo que parecía natural.

A esto se suma la expectativa de validación externa: permanecer en el juego es una forma de demostrarse digna, de pelear por un lugar en la narrativa del otro. Soltar implica aceptar que el otro nunca estuvo realmente ahí y que la energía invertida se dirigió a un espejismo.

Conclusión: una salida sin épica

Salir de estas dinámicas no tiene la grandilocuencia de una película de superación personal. No hay un momento de iluminación ni un cierre heroico. Solo un día en que el cansancio pesa más que la expectativa, y la repetición de la historia se vuelve insoportable.

El verdadero desafío no es solo dejar atrás lo que lastima, sino cuestionar la estructura que nos empuja a quedarnos. No se trata de endurecerse o de jugar con las mismas reglas, sino de dejarlas de lado por completo. Y en ese acto, encontrar una manera más digna de habitar el deseo, las relaciones y, sobre todo, a una misma.


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